Cuando imaginar el fin del capitalismo parece más difícil que asumir el colapso, habitamos una era donde la protesta se volvió meme y la comunidad, un recuerdo cargado de likes.
No sé si aún lo recuerdan. Había que sentarse un buen rato a tratar de entendor si habia un hilo conductos entre Chile, Ecuador, Hong Kong, Francia y muchos paises mas. Había que relacionarlo con Occupy Wall Street? Yo sí lo hacia. Ataba nudos. Creaba un continnum histórico en donde todo coincidía con reducir la espectativa que el modelo neoliberal imponia sobre la humanidad.
2019 no fue solo un año. Fue un verdadero portal, un umbral que se abrió justo antes de que el mundo se viera atrapado por el miedo al virus y la soledad digital. Mirando hacia atrás desde 2025, parece el último suspiro colectivo antes de la gran fragmentación, la última revuelta antes de que el neoliberalismo finalmente se transformara en el verdadero virus cultural ya tantas veces anticipado y estudiado, y denominado de tantas maneras como lo hizo Mark Fisher hablando de realismo capitalista. Ese año, el 2019, las explosiones de protesta se multiplicaron: las plazas se llenaron de chalecos amarillos en París, estudiantes en Chile, y cuerpos enardecidos en Hong Kong, mientras frases como “No son 30 pesos, son 30 años” resonaban como epitafios de un futuro despojado. Hasta el último día del año vimos corridas en Hong Kong como parte del espectáculo de fin de año.
¿Qué vendría luego de la antesala de un hecho histórico? Obviamente un hecho histórico pero no el esperado. La pandemia no cerró ese ciclo descrito; lo momificó. Si 2019 fue el incendio, el COVID fue la nube que oscureció el humo sin disiparlo. Hoy nos vemos atrapados en la hauntología de la revuelta, con el fantasma de una comunidad que se niega a desvanecerse mientras cada uno aprende a vivir sin el otro, cultivando la paradoja del “individualismo colectivo”: todos forzados al aislamiento, pero conectados por un grito digital que, como un eco distorsionado, sigue repitiendo los motivos del descontento. Si el 2019 parecía poner lo colectivo por sobre el individualismo neoliberal, la pandemia profundizó el individualismo previo y el tipo de consumo. La hedonía se olfateaba dentro de nuestras casas cerradas.
Cuando las plazas entran a protagonizar la historia algo lindo siempre se espera. Pero ¿Cómo es la vida después de las plazas abatidas del 2019? Un simulacro comunitario en la red, la militancia en retuits, memorias distraídas y la indignación en memes. El neoliberalismo encontró en la pandemia su mejor oxímoron: distancia física, hiperconsumismo digital; precariedad compartida, resiliencia individual; crisis económica, abundancia de “experiencias streaming”. La lucha por la democracia se transformó en una lucha por el wifi, y la revolución territorial se mudó a los espacios virtuales gobernados por algoritmos y hashtags.
Atrapados en esta estética del fin del mundo, hoy absorbemos el catastrofismo como si fuera pop art: la distopía es tendencia, la memoría ubicada tan al fondo de tantas imagenes, la nostalgia es cultura y el futuro, apenas una versión beta que nunca logra actualizarse. La pandemia fue el laboratorio definitivo del “homo œconomicus digitalis”, sujeto-usuario que, entre dispositivos y delivery, se convence de que la salvación es personal pero la angustia, colectiva. La historia parece reducirse a esa evolución del homo politicus al oeconomicus y luego al digitalis.
No resulta casual que Mark Fisher describiera la imposibilidad de imaginar el fin del capitalismo mientras las plazas y redes se infestaban de signos revolucionarios, todos espectrales. Los movimientos de 2019, interclasistas y “destituyentes”, no buscaban portavoces ni líderes, sino espacios horizontales, laboratorios urbanos efímeros donde la democracia se experimentó de modo tan transitorio como una story de Instagram.
Con la pandemia los Estados se endurecieron, los algoritmos midieron la protesta y la violencia se volvió una estadística intermitente en la notificación que llega junto al estado epidemiológico. Ningún gran relato alternativo ocupó el vacío. En cambio, nuevos radicalismos, nihilismos y sectarismos germinaron en ese caldo digital de desafección y desgaste.
Así llegamos a este punto, donde el 2019 vive como sombra obstinada en la pospandemia: una fecha espectral, una promesa congelada, un algoritmo que cada tanto revive el hashtag #Revolución. En este escenario, la cultura se convierte en un eco de lo que fue, mientras navegamos entre las ruinas de un pasado que aún resuena en nuestras pantallas.
Vivimos el oxímoron de la conexión solitaria, resistiendo juntos la seducción del consumo mientras buscamos, de forma obcecada, la grieta por donde filtrarse hacia otro mundo posible, aunque sepamos —y aquí la ironía posmoderna— que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo









