Dicen que la historia está escrita en piedra, aunque sabemos que el tiempo es blando. Todo monumento aspira a ser eterno, pero es sólo una afirmación que envejece. En su rigidez, en su altura, en su bronce, se presenta como punto final. Pero cada estatua también es una versión del pasado que busca volverse ley. Un signo que insiste en no ser discutido. Y sin embargo, el presente discute. Con violencia, a veces. Con arte, otras. Con furia, casi siempre.
Aquella mañana de pandemia, frente a la estatua de un comerciante de esclavos celebrado como benefactor local, se gestó una escena icónica de la iconoclasia contemporánea: el derribo colectivo, con sogas, saltos, gritos, y luego el arrastre simbólico hasta el río. No fue vandalismo. Fue performance histórica. Una obra de arte posmoderna de postproduction diría Nicolas Burriaud. La caída del monumento no borró la historia; la evidenció. Lo que se clavó en el barro luego de recorrer a traves del agua toda la hondura del río no fue un hombre de bronce, sino la pretensión de que el pasado puede fijarse para siempre sin ser interrogado. El lago disolvió el mito.
Pero todo monumento es también una omisión. Como los silencios en una conversación, dice Georges Perec, el espacio público está hecho tanto de lo que se ve como de lo que se calla. Las estatuas no sólo conmemoran; también silencian. Por eso, cuando un monumento cae, lo que emerge no es sólo un vacío sino una posibilidad. La memoria no desaparece con la estatua; se transforma. Se hace líquida, flotante, hauntológica.
Hay algo de espectro en cada gesto iconoclasta. La hauntología –ese neologismo de Jacques Derrida que alude a los fantasmas del pasado que persisten en el presente– adquiere aquí un matiz inverso: una hauntología negativa, sin objeto, sin necesidad de mármol. Una memoria sin monumento. Una evocación sin estatua. Un recuerdo sin cuerpo que, por eso mismo, puede moverse, migrar, filtrarse por las grietas del relato oficial.
La ciudad es un libro subrayado por los poderosos. El urbanismo, lejos de ser una técnica neutral, funciona como gramática del Estado. Cada calle, cada nombre, cada escultura, es parte de un discurso que organiza el tiempo en el espacio. Pero la historia no tiene espacio físico. Es una construcción del presente. Por eso, los pedestales vacíos no son el fin de una memoria, sino su reinicio. El pedestal de Colston hoy está vacío con posibilidad de contar con una plaqueta explicativa del contexto, mientras que la estatua fue sacada del fondo del río para desentumeserse en una muestra artística acerca de la discriminación, como un ready made cambia su contexto y se reescribe. Donde antes había bronce, ahora hay grieta. Y en la grieta crece la historia.
El derribo de Colston en Inglaterra no fue un caso aislado. En Estados Unidos, Bélgica, Canadá, Alemania, Chile o Colombia, estatuas de colonizadores, esclavistas, dictadores, soldados o conquistadores fueron removidas, manchadas, vandalizadas o “renombradas”. Algunos lo llaman revisionismo. Otros, deconstrucción. Lo cierto es que el espacio público se volvió campo de batalla simbólica. El tiempo, sin cuerpo propio, encontró en el bronce y la piedra el lugar donde materializar sus disputas. Lo sólido se desvanece como conflicto.
La historia no se borra cuando cae una estatua. Lo que se borra es la ilusión de que una sola versión puede ser suficiente. En la era del meme, del muro intervenido, de la contraestatua y la memoria viviente, el monumento se vuelve, paradójicamente, un símbolo del silencio. Es decir: del pasado que no acepta ser discutido.

Quizás haya llegado el momento de pensar en monumentos líquidos. Espacios que no recuerden desde la rigidez, sino desde el temblor. Que no impongan, sino que propongan. Que no sean respuestas, sino preguntas abiertas al diálogo. Monumentos que no necesiten piedra, ni pedestal, ni inscripción, porque su materia será la conversación, el desacuerdo, el duelo compartido. Lugares de memoria sin bronce. Vacíos significativos. Homenajes en retirada.
La estatua cae. El lago la traga. El eco permanece. Lo que parecía eterno, era tiempo disfrazado. Y el tiempo, ya sabemos, nunca se queda quieto.