lunes, 19 de mayo de 2025

Monumentos líquidos: iconoclasia, memoria y el temblor del espacio público

 

La ciudad todavía respiraba con miedo. Una combinación densa de ansiedad viral y rabia histórica se extiendía por aquellas calles semivacías de Bristol el 7 de junio de 2020. Un joven ajusta su barbijo con manos temblorosas y convicción firme. Se pone los guantes, mete una soga en su mochila y sale a la calle. En sus auriculares quizás sonaba el nativo trip hop, o punk... quizás The Clash... quizás un grito del pasado que insiste en repetirse. Él camina solitario, pero no va solo. Sus pasos arrastran siglos. Cada zancada es también una cadena que se rompe. El destino no es incierto: tiene nombre, forma y un pedestal que dice Edward Colston.

Dicen que la historia está escrita en piedra, aunque sabemos que el tiempo es blando. Todo monumento aspira a ser eterno, pero es sólo una afirmación que envejece. En su rigidez, en su altura, en su bronce, se presenta como punto final. Pero cada estatua también es una versión del pasado que busca volverse ley. Un signo que insiste en no ser discutido. Y sin embargo, el presente discute. Con violencia, a veces. Con arte, otras. Con furia, casi siempre.

Aquella mañana de pandemia, frente a la estatua de un comerciante de esclavos celebrado como benefactor local, se gestó una escena icónica de la iconoclasia contemporánea: el derribo colectivo, con sogas, saltos, gritos, y luego el arrastre simbólico hasta el río. No fue vandalismo. Fue performance histórica. Una obra de arte posmoderna de postproduction diría Nicolas Burriaud. La caída del monumento no borró la historia; la evidenció. Lo que se clavó en el barro luego de recorrer a traves del agua toda la hondura del río no fue un hombre de bronce, sino la pretensión de que el pasado puede fijarse para siempre sin ser interrogado. El lago disolvió el mito.



Pero todo monumento es también una omisión. Como los silencios en una conversación, dice Georges Perec, el espacio público está hecho tanto de lo que se ve como de lo que se calla. Las estatuas no sólo conmemoran; también silencian. Por eso, cuando un monumento cae, lo que emerge no es sólo un vacío sino una posibilidad. La memoria no desaparece con la estatua; se transforma. Se hace líquida, flotante, hauntológica.

Hay algo de espectro en cada gesto iconoclasta. La hauntología –ese neologismo de Jacques Derrida que alude a los fantasmas del pasado que persisten en el presente– adquiere aquí un matiz inverso: una hauntología negativa, sin objeto, sin necesidad de mármol. Una memoria sin monumento. Una evocación sin estatua. Un recuerdo sin cuerpo que, por eso mismo, puede moverse, migrar, filtrarse por las grietas del relato oficial.

La ciudad es un libro subrayado por los poderosos. El urbanismo, lejos de ser una técnica neutral, funciona como gramática del Estado. Cada calle, cada nombre, cada escultura, es parte de un discurso que organiza el tiempo en el espacio. Pero la historia no tiene espacio físico. Es una construcción del presente. Por eso, los pedestales vacíos no son el fin de una memoria, sino su reinicio. El pedestal de Colston hoy está vacío con posibilidad de contar con una plaqueta explicativa del contexto, mientras que la estatua fue sacada del fondo del río para desentumeserse en una muestra artística acerca de la discriminación, como un ready made cambia su contexto y se reescribe. Donde antes había bronce, ahora hay grieta. Y en la grieta crece la historia.

El derribo de Colston en Inglaterra no fue un caso aislado. En Estados Unidos, Bélgica, Canadá, Alemania, Chile o Colombia, estatuas de colonizadores, esclavistas, dictadores, soldados o conquistadores fueron removidas, manchadas, vandalizadas o “renombradas”. Algunos lo llaman revisionismo. Otros, deconstrucción. Lo cierto es que el espacio público se volvió campo de batalla simbólica. El tiempo, sin cuerpo propio, encontró en el bronce y la piedra el lugar donde materializar sus disputas. Lo sólido se desvanece como conflicto.

La historia no se borra cuando cae una estatua. Lo que se borra es la ilusión de que una sola versión puede ser suficiente. En la era del meme, del muro intervenido, de la contraestatua y la memoria viviente, el monumento se vuelve, paradójicamente, un símbolo del silencio. Es decir: del pasado que no acepta ser discutido.




Quizás haya llegado el momento de pensar en monumentos líquidos. Espacios que no recuerden desde la rigidez, sino desde el temblor. Que no impongan, sino que propongan. Que no sean respuestas, sino preguntas abiertas al diálogo. Monumentos que no necesiten piedra, ni pedestal, ni inscripción, porque su materia será la conversación, el desacuerdo, el duelo compartido. Lugares de memoria sin bronce. Vacíos significativos. Homenajes en retirada.

La estatua cae. El lago la traga. El eco permanece. Lo que parecía eterno, era tiempo disfrazado. Y el tiempo, ya sabemos, nunca se queda quieto.

domingo, 4 de mayo de 2025

Ampliacion del campo de batalla: El tiempo entumecido.

En la introducción que Byung Chull Han hace en El aroma del tiempo dice "La crisis temporal solo se superará en el momento en que la vita activa, en plena crisis, acoja de nuevo la vita contemplativa de nuevo". Quizás la batalla cultural más urgente hoy no sea solo por las ideas, por los discursos o por las tecnologías sino por el tiempo. Por volver a habitarlo.

En la cóncava sombra

vierten un tiempo vasto y generoso

los relojes de la medianoche magnífica,

un tiempo caudaloso 

donde todo soñar halla cabida,

tiempo de anchura de alma, distinto 

de los avaros términos que miden

las tareas del día.

J. L. Borges


El tiempo no siempre fue como lo es hoy. No siempre fue una secuencia ansiosa y alienante de tareas, de notificaciones, de pantallas que dictan lo que falta, lo que llega tarde, lo que urge. Hubo un tiempo con olor a calma. Un tiempo con aroma diría Byung Chul Han... una forma de vivir donde los días no estaban subordinados al mandato de la productividad. Se podía esperar. Se podía estar. Los niños y niñas no veían el espacio temporal para completarlo con entretenimiento digital. Yo me aburría, lo recuerdo muy bien. Verano y siesta de chicharras y susurros de ventiladores por mas vacaciones que sean. La espera no era vacío: era parte de la vida. El tiempo tenía textura, no era solo superficie.

¿Qué pasó con el tiempo? Un posible inicio de respuesta puede estar en la Inglaterra moderna. La burguesía —desde el parlamento— decidió que el ocio popular era un enemigo del nuevo orden capitalista. Esto lo cuenta bien Fisher en Los fantasmas de mi vida. Las leyes de vagancia, que penalizaban no trabajar, fueron apenas un síntoma de algo más profundo: la construcción de un nuevo sujeto temporal. El campesino, que antes ajustaba sus actividades al ritmo de las estaciones, a las festividades religiosas o a los ciclos naturales, fue transformado en obrero. No solo le quitaron la tierras comunales con las leyes de cercamiento sino que tambien le quitaron el tiempo.

El reloj no fue sólo una herramienta técnica, sino un arma cultural. El tiempo el campo de batalla. Habia que vaciarlo de contenido para llenarlo de actividades, de trabajo. Medir el tiempo, estandarizarlo y luego naturalizarlo, no fue neutral aunque hoy sea natural. De hecho eso muestra lo exitoso del proceso de conquista del tiempo por parte de la burguesía Inglesa y luego del capitalismo. Significó quitarle al cuerpo su ritmo propio, borrar la diferencia entre los días, destruir el calendario festivo. Se prohibieron los carnavales, los días de descanso comunitario, los festejos paganos: demasiado imprevisibles, demasiado ingobernables, demasiado libres. El domingo pasó a ser el día del silencio disciplinado, no de la celebración compartida. Se instituyó así una temporalidad homogénea, lineal, repetitiva e individual. El tiempo se volvió trabajo. Y el trabajo, la nueva identidad.

Hoy, el tiempo productivo lo llevamos dentro como amo, como un alma artificial. In corpo, incorporado al cuerpo. Valga la redundancia. La explotación se ha interiorizado. La palabra ocio se vació de contenido y la palabra vago la reemplazó, o mas bien su sustantivo. Quedó el mandato de ser siempre activos, estar siempre conectados mostrando la verde disponibilidad. Las redes sociales, la cultura del emprendedurismo, la ansiedad por "aprovechar el día", por no “perder el tiempo”, por "ser alguien", son nuevas formas de dominación temporal. Ese campo de batalla en el que se borran las memorias.

El tiempo ha perdido su espesor. La era del delivery. Del scroll y el chat, de la espera es intolerable y el silencio incómodo. El aburrimiento, un error del sistema de entretenimiento. Las horas no se sienten: se consumen. La urgencia es quietud, las conversaciones son mudas, la espera es instantánea y el entretenimiento aburre. Todas las contradicciones son certezas. No es una falla individual: es un síntoma colectivo.

A veces algo se filtra en el entumecido cubo del tiempo. Una siesta involuntaria. Una conversación que se estira algo más de lo común. Un niño que se queda mirando una hormiga. Una niña toca la espina de una rosa suavemente con su pequeño dedo una y otra vez. Una canción que se escucha sin hacer otra cosa. Una idea para escribir. Son esos momentos en que el tiempo se desentumece para recuperar su misterio.

En la introducción que Byung Chull Han hace en El aroma del tiempo dice "La crisis temporal solo se superará en el momento en que la vita activa, en plena crisis, acoja de nuevo la vita contemplativa de nuevo". Quizás la batalla cultural más urgente hoy no sea solo por las ideas, por los discursos o por las tecnologías sino por el tiempo. Por volver a habitarlo. Por defender espacios donde el tiempo no esté al servicio de la productividad sino de la vida. No como nostalgia de un pasado perdido, sino como gesto de fuga, como intento de reapropiación. Porque sin tiempo no hay experiencia, no hay pensamiento, no hay deseo. Y sin deseo solo queda repetir lo que ya no funciona.

Monumentos líquidos: iconoclasia, memoria y el temblor del espacio público

  La ciudad todavía respiraba con miedo. Una combinación densa de ansiedad viral y rabia histórica se extiendía por aquellas calles semivací...