Mi infancia fueron las historias de
mi abuelo, y mis amigos los libros.
Por Yessika
María Rengifo Castillo
Hablar
de María Luisa Bombal es hablar de mi amigo el televisor al que le huido por
años. Una tarde de octubre, mi amigo lejano el televisor se había posesionado
de mi mente al escuchar la voz de aquel hombre, que por osadía se había atrevido
a invadir la casa del gran Neruda con la intención de que este leyera su
primera obra. Sí, Antonio Skármeta y su
Cartero de Neruda esa tarde desde una torre papel me presentaron a María
Luisa Bombal. Escritora por naturaleza, esa abeja de fuego que bautizo Neruda,
la niña que odiaba la niebla, la amiga de Borges y Macedonio Fernández. La
alcohólica a la que se le extinguió su vida esperando el premio nacional de
literatura chilena.
Y
es que cada día devela un suceso que marcará el transitar de los
visitantes que por arrogancia, y
egolatría, se han creído los dueños del planeta. Planeta que siempre ha estado
lacerado una y mil veces, respondiendo a la ofensa con las mejores violetas. Un
8 de junio de 1910 este mundo chambón y
jodido como diría el sentipensante de ojos esmeralda, el que se pierde en la
multitud por temor a ser catalogado como una figura “importante”, el que
escribe para quienes no pueden leerlo, los de abajo, los que esperan desde hace
siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué. Mi gran maestro, mi amigo, Eduardo Galeano.
Nace María Luisa Bombal la bisnieta del primer cónsul alemán de Santiago de
Chile, de apellido Precht. De modo que por el lado de su madre venían de los
alemanes de Valparaíso que años más tarde se irían a Viña del Mar. Por el lado
de su padre, los Bombal llegaron a Chile huyendo de la dictadura de Rosas,
muchos años después la dictadura de Rosas la impactaría, pero en la niñez las
historias de su crueldad se convirtieron en una leyenda para ella. María Luisa
nació en el paseo monterrey que era precioso, cubierto de madreselvas, los
señores se paseaban conversando y los niños iban al mar. ¡Viña era una
maravilla!...Un día, hace como un año,
fue y casi se desmaya de asco, todavía está la casa de su niñez, pero
todo pavimentado, con los autos allá arriba y una estación de servicio en la
esquina donde vivían los Segnoret. En esa época, Viña era la ciudad jardín,
ahora le llaman la ciudad jardín, pero están muy equivocados. De los olores de
Copihues, los vuelos de las mariposas, y el susurro del viento no queda nada.
Con
esos cómplices de aventuras, con los que se discute tanto y se quebrantan
juramentos, los hermanos. María Luisa descubrió el arte del juego que se
traducía en las inauguraciones que hacia el neno Dittborn a los castillos de
arena, en las noches de Viña. Y en esos juegos de ires y venires se le ocurrió
a los 8 años escribir sus primeros poemas que eran malos, dice ella. Cuando se
los enseño a su tío Roberto dijo: “¿Por
qué esta niñita no escribe sobre los copihues colorados? ¿Qué lata copihues
blancos! ¡Qué tontería!” Lo que no había visto el tío Roberto era que para
María Luisa, los copihues blancos y la lluvia eran la verdadera acogida del sur
de Chile.
La
música también se convirtió en un pasatiempo a los 8 años de María Luisa
Bombal. Empezó a estudiar violín con Paco Moreno quien decía; que ella tenía
buen arco, pero él descubrió que ella tocaba de memoria porque la cabeza nunca
le dio para la música. Decidió no estudiar más violín o era la literatura o la
música, no podía hacer las dos cosas con la misma pasión. La literatura fue la
vencedora de ese maravilloso juego de ajedrez que inicio la abeja de fuego de
Pablo, quien se apasiono por la literatura gracias a su madre quien leía a sus
hermanas, y a ella, cuentos alemanes. Así, crecieron leyendo todo lo nórdico,
todo lo alemán, más que lo chileno, aunque nunca dejaría de leer a su
grandes amigos Gabriela Mistral y Pablo
Neruda. Su madre la había enviado al mundo de las letras en el que se
inauguró con su primera obra; una
tragedia de amor que sólo se la mostro a Ricardo Güiraldes que era muy amigo de
su familia, y desde entonces la empezó a llamar colega.
Siempre
han pintado la niñez como la etapa de los colores rosas y no es cierto; los
niños y las niñas son mundos llenos de interrogantes por develar. Y en esos
interrogantes por develar; María Luisa se enfrentó a sus nueve años con la
muerte de su padre, ella era su hija predilecta, y la niña de sus ojos. María
amaba tanto a su padre, que con su
partida comprendió que la muerte es parte de la vida, y sería su compañera
eterna. Al recordar viene a su mente las palabras de unos de sus tíos que
siempre decía: “si le sacan al retrato de tu padre el bigote serás igual a el”
esa noche María Luisa reafirmo; que ella era la continuidad de su padre o eso
pretendía ser.
En
contraste con la infancia de la maravillosa María Luisa Bombal, esta lectora
compulsiva hoy se va tomar el atrevimiento de igualarse a ella, y empezará a
describir aquellos eventos que le han permitido consolidarse en el ser humano
que es. Entenderá María Luisa, que es necesario abrir el arcoíris del pasado,
que es el único que ayuda a mirar quiénes somos en esa búsqueda constante e
infinita del ¿Por qué? y el ¿Para qué? Factores
esenciales a la hora de asumir esas polifonías del universo.
Mi
vida es el reflejo de aquellos que están y no están…
Mis
padres se conocieron una tarde de abril en el parque los periodistas. Desde ese
día quedaron completamente flechados; la música de Ana y Jaime, Piero, Silvio
Rodríguez, Pablo Milanés, Víctor Heredia, Alberto Cortés, los libros, el café,
y los anhelos de cambiar el mundo los unieron aún más. Un año después se
casaron; de esa unión nacieron Andrés Felipe, que es un excelente diseñador
gráfico, el hermano mayor que cualquiera quisiera tener. Sus palabras siempre
están llenas de dulzura y de esa búsqueda incansable de que todo puede ser
mejor, como olvidar a mi ingeniero favorito, al amante de Serrat, al devoto de
las matemáticas, mi amado hermano Joan Sebastián, uno de los seres humanos más
trasparentes que mis ojos han podido contemplar, gracias por seguir sacando mi
mejor versión.
En
medio de esos dos hombres maravillosos estoy yo; la soñadora, la amante de los
libros por naturaleza, la seguidora del teatro, la música, y la que cree que la
educación es la clave para cambiar todo. Y es que el Dios del universo en el
único que creo, se le ocurrió que debía venir al mundo un 8 septiembre a las 8
de la noche y para rematar estrellado. Mis primeros años de vida trascurrieron
en familia, esa que ha sido y sigue siendo mi faro en tiempos de luz y
oscuridad. Cuando cumplí cuatro años mi mamá empezó a enseñarme las famosas
vocales, recuerdo el primer libro que tuve en mis manos fue el principito, del
cual me enamore, y cuatro años más tarde ya sabía leerlo. Y sí, empecé a leer
cuando tenía 8 años: de improviso, sin seleccionar ningún libro. Como no
hacerlo, si el tercer hombre de mi vida, mi abuelo, no pasa un día sin leer desde
que tengo uso de razón le he oído una y otra vez, decir: “leer es la caja
mágica que los hombres le robaron a Dios.” Y que gran robo le hicieron; este
mundo monótono, hostil, y con rendijas
de esperanza no sería lo mismo sin los libros. El caso era que sólo me
interesaban cinco cosas: leer libros, el cine, la música, el teatro y la
educación. Esas grandes cosas, siguen sacando mi mejor yo. No concibió mi
caminar sin ellas, es que me encadene de por vida a un noble pero impecable
amo.
Yo
no lo sabía, empecé a leer, ver, y escuchar,
todo aquello que se me cruzaba en el camino, en un inicio fue divertido.
Dejo se serlo cuando descubrí la diferencia entre seleccionar buenos libros,
películas, música y obras de teatro. Ese
día cayeron las cadenas a las cuales me había encadenado por convicción, y como
renace el ave fénix; renació en mí, el arte de redescubrir el abanico de
colores que sólo pueden brindar las artes.
Así
como algunas bailarinas de ballet practican cuatro o cinco horas diarias el
lago del Cisne, igual me ejercitaba yo en mi mundo literario, cinematográfico y
dramaturgo. De la mano de mi abuelo, mi compañero fiel, que sigue creyendo que
nací con una misión especial, aun cuando insisto que mi única misión es ser una “buena” visitante del planeta.
Siempre
he dicho, que la biblioteca de mi abuelo es la caja de cristal, con la que
aprendí y sigo aprendiendo a mirar el universo. Y mi madre la mujer más sabía
que mi cerebro y mi corazón han podido escuchar, y desean seguir escuchando
mucho tiempo en compañía de mi padre, mi viejo, que sea esmerado tanto, porque
descubra el lado azul de la vida en medio de la tormenta.
Me
encanta mirarme al espejo y descubrir que sigo siendo: amante a las violetas, a
los días lluviosos, a los libros, al cine, al teatro, a la música, a la
educación, a la aromática, a las mejores sopas que podido tomar hechas por las
manos que vienen del cielo, mi madre. Abrazar, besar y oír a mi abuelo, aunque
él diga que ya no tiene nada que decirme. Quitarle las gafas a mi padre cuando
se queda dormido leyendo la prensa, amarrarle los zapatos eso me hace sentir
que crecí, aunque en el fondo quiero seguir siendo su niña. Ver fútbol con mis
hermanos, jugar a la guerra de las almohadas aunque sean ellos los que siempre
ganan. Al cuadro de mariposas que me obsequio mi padre en ese deseo absurdo de
tener un fragmento de paisaje, a la medalla de la virgen de la Soledad que me
obsequio mi padrino. A los besos,
abrazos e historias de mi sobrino
Daniel, que a sus seis años pinta mejor el mundo en palabras, que yo. A las
cálidas conversaciones de mis amigos, a
los sauces que habitan en la finca de mi tío, a los perfumes de rosas, a los
amaneceres y atardeceres del llano, al ladrar de los perros, a la vida que están incierta…
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